Agus Rúcula: hay muros que susurran y otros que gritan

portada

Por Florencia Luz Valese
Fotografía: Instagram @agusrucula

Como muralista Agus Rúcula carga con una responsabilidad que la vuelve militante: para ella el otre no es un mero consumidor, sino un sujeto con el cual dialogar y construir. El siguiente perfil nace de la pregunta acerca de su práctica; es el resultado de diferentes encuentros donde conversamos sobre su oficio, la producción de imágenes y los efectos que genera en el público que se relaciona con ellas.

Una piba de barrio convertida en muralista nómade. Agus Rúcula se extendió de Carapachay al resto de la provincia de Buenos Aires, a centros culturales de la Capital, a festivales en lugares como Rosario, Tucumán, Bolivia, México, Colombia y Barcelona. A diez años de su primer acercamiento al mundo del arte urbano, la lista no deja de crecer. “Llegar a vivir de lo que a una le gusta, no es tarea fácil y requiere viajar constantemente, porque la mayoría de los grandes festivales de arte urbano están fuera del país”, cuenta Agus.

Sus padres siempre la escucharon: desde chiquita quiso probar danza, aprender a tocar el piano y asistir a talleres de arte. Para hacer la secundaria, se inscribió en el Centro Polivalente de Arte de San Isidro. La mirada proyectual en su trabajo se la debe, además, a la carrera de Diseño Industrial en la Universidad de Buenos Aires.

Arrancó a pintar murales casi por casualidad, cuando se le ocurrió mandar un boceto al concurso organizado por pinturerías Prestigio para intervenir el frente de uno de los locales de la marca. Con la pintura que le sobró siguió pintando en los paredones que rodean las vías del tren Belgrano Norte. Su mamá y su abuela fueron las primeras sponsors: una brocha, un rodillo y látex de exterior. A salpicarse con pintura es lo primero que se aprende. En la calle nada queda intacto, ni las paredes, ni el suelo, ni la ropa, las zapatillas o el pelo. Es parte del ritual de iniciación, lo que no se enchastra no sirve.

Fuente: propia.

Pintar en la calle es su trabajo pero también es una forma del goce y un modo de vincularse con otres. Fue en Colombia donde se conectó con la práctica cotidiana de pintar murales por primera vez: “Me sentía mucho más útil pintando en la calle que diseñando banquitos. Empecé a entender que podía hacer algo que no era solo para mi bienestar y mi disfrute, sino que mi tiempo y energía podrían ser depositados en algo que aportaba a otres inmediatamente”.

Ligera, grácil y con la energía del correcaminos, lleva siempre flequillo corto y el pelo recogido para mantener la vista despejada y alerta, enfocada en los detalles.

En cuclillas sobre el andamio y el pecho frente al muro, Agus practica una coreografía que hipnotiza a cualquier observador. Trepa, baja, sube, mide, baila con la brocha al ritmo de los trazos, entre la espontaneidad y la planificación –mancha y línea–. Sus murales son gestos en constante movimiento.

Agus pasa la mayor parte de su tiempo en la calle, no solo transita la ciudad, sino que la interviene porque es el modo que encontró de habitarla. Una artesana que posee una capacidad arraigada en su cuerpo: hacer de cada superficie una imagen profunda por la que valga la pena detenerse a mirar.

Fuente: @agusrucula

Ella inaugura el proceso creativo con una etapa investigativa como lo haría cualquier etnógrafa; camina y explora el espacio para descubrir sus características y conocer la iconografía local. Cada vez que puede comienza su trabajo con vecinos y vecinas, quienes luego se convertirán en les protagonistas de sus obras. Durante ese intercambio surgen las historias que pujan por ser contadas y desde allí, se construye a modo de juego, un relato íntimo y colectivo. No le interesan las poses estáticas. Toma fotos de los cuerpos en movimiento, inmersos en el quehacer cotidiano, cuyo ritmo definirá parte de la imagen y los trazos para componer el boceto a pequeña escala.

La literalidad es el recorrido corto. Lo más difícil es crear una imagen sensible que atrape a quien camina. Buscar la sutileza a la hora de pintar un mural hace que una persona se detenga a observar porque, en palabras de Agus, “para ver algunas cosas, hay que mirar durante más de dos segundos”.

Se considera a sí misma como creadora pero también como canal. Muchas veces le soplan y ella escucha. “Hay que entender que una está al servicio de la obra. Hay una imagen que baja, puja por materializarse y yo manifiesto mi predisposición”. Hace una pausa para servir más té de su termo. “Propiciar los espacios de debate, para mí, enriquece muchísimo el modo que tengo de pintar. Porque pasa eso, dejo de pintar lo que yo misma creo, y plasmo lo que otro está necesitando. Y mientras pinto, los viejitos me ofrecen facturas. Entro a la casa para ir al baño, me dan comida, mate, entablo un vínculo”. Donde cualquiera ve un límite –o una frontera–, Agus ve pura potencia. Pintar, para ella, abre la posibilidad del intercambio mutuo. Es un acto de celebración de la vida cotidiana en el barrio, en la comunidad, en la ciudad.

Mural pintado por Agus en el Centro Cultural CEPAS (Saavedra, CABA), 2022. Fuente: propia.

Avenida General Rodríguez y Sarmiento: el frenesí de los autos, camiones y colectivos invade el ambiente. Nos encontramos en esa ochava ruidosa de Lanús por primera vez en un mayo frío y ventoso donde Agus empieza a pintar un mural.

A pocos metros de la avenida, un nylon estirado en la vereda no zafa de algunas gotas de colores. Más acá, cinco latas de pintura y un recipiente para mezclar algunos tonos y hacer otros nuevos. Arriba, su ayudante trepado al andamio cubre la parte más alta con planos verdes mientras Agus traza líneas rosadas desde una escalera. La intervención del muro es por encargo; el dueño de la propiedad quiere hacer un homenaje a su herencia familiar. Producto de la colaboración entre Agus y el cliente, el diseño que plasman en la pared es la imagen de un mapa del barrio que se mezcla con flores en tonos rosas y verdes. En ningún momento ella hace una pausa, sino que se queda unos minutos pintando y baja a recargar la brocha o mirar desde enfrente para lograr una mayor perspectiva sobre los avances. Esta escena resulta reveladora: pintar en la calle le exige al cuerpo resistencia, fuerza, y trazos precisos.

Esta labor artesanal se torna un ejercicio físico que requiere una acción corporal repetida, técnica y rutinaria para poder desarrollar la habilidad desde adentro y transformar el mundo material. “Rehabitar el cuerpo”, dice Agus, significa desaprender hábitos asociados al género –como la convicción de que las mujeres tienen contornos delicados y huesos frágiles, mientras los hombres concentran el monopolio de la fuerza– y adquirir otros. Un fino y arduo trabajo corporal.

Fuente: @agusrucula

Meter las manos, las patas, el ser entero en el barro, es el único requisito para participar de los talleres organizados por Agus. Ya sea sobre murales, pintura o dibujo, ella acompaña con paciencia cada uno de los procesos. Con el afán de registrar todo, no sale de casa sin un cuadernito para bocetar, escribir reflexiones, sensaciones y mezclar lenguajes. En los talleres aconseja siempre tener uno, por las dudas.

Movilizada por crear mensajes que interpelen un encuentro con ella misma y con otras personas, Agus enseña que el mural es algo que, por el tamaño y por la técnica, genera mucha admiración; “lo fantástico no siempre está lejos y es ajeno, sino que puede ser parte”. Poco a poco fue encontrando su modo de hacer, antes de proponer, observar y escuchar qué es lo que las personas involucradas quieren decir. Cualquier gigantografía, como un cartel publicitario, puede volverse un referente. Se pregunta “qué cualidades encontramos representadas en los personajes que se consumen cotidianamente en la ciudad y en qué medida nos identificamos con ellos”.

El atardecer es su horario preferido para trabajar, por la luz y su mágica inmediatez. Dura poco. “Cuando se está yendo el sol y todo se pone celestoso, liloso, baña el gris y se apagan los contrastes”, escribe Agus. Una atmósfera que recuerda a muchas de sus obras. La suya es una sensibilidad que se planta y le disputa al rigor su pretendido carácter inquebrantable. Milita la vulnerabilidad como una virtud, porque ser permeable no es sinónimo de debilidad, sino fortaleza. Para hacer murales (y para la vida) hay que dejarse conmover por lo que acontece.

Mural pintado por Agus Rúcula en festival “La Bajada”, Rosario, 2018. Fuente: @agusrucula.

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