¿Alguien quiere por favor pensar en las niñas?

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Por Teresita Garabana
Foto: Agostina Cincotta

Como muchas treintañeras de clase media, recuerdo que mi mamá me ponía vestiditos con punto smock, sobre todo para ir a los cumpleaños. Para esas ocasiones también estaban reservadas las cancanes blancas, finitas y suaves, y las chatitas de charol.

Del resto de mi ropa de aquella época no recuerdo demasiado: mi mamá me tejía la mayoría de los suéters, debajo de los cuales habría alguna remera genérica, probablemente comprada en el supermercado o alguna de esas grandes tiendas en las que también se venden sábanas, toallones, pijamas y cosas de bazar. Usaba pantalones de jean, corderoy o joggings, y recuerdo algún que otro pitucón pegado a calor de plancha en las rodillas cuando se me rompían.

En séptimo grado, rogué un pantalón elastizado a cuadritos y mi mamá me lo compró. Era verde, azul y blanco, y se cerraba con cuatro botones. Heredé de una prima un top verde manzana y combiné ambas prendas alguna vez, hasta que una compañera me dijo que tenía panza y nunca más me puse el top. Para esa época me pintaba las uñas –recuerdo que mi color favorito era el azul- y corría a buscar quitaesmalte y algodón cuando veía el auto de mi papá acercarse a casa.

Desde hace un tiempo que, por vicio de investigadora, observo en las vidrieras la oferta de ropa infantil, especialmente la destinada a las niñas, que es la que más me llama la atención. Existen conjuntos de bombacha y corpiño para nenas desde los seis años, pantalones y musculosas con estampados animal print y lo que –me parece- ha reemplazado a la pechera con punto smock son otros vestidos con transparencias, tules y/o lentejuelas. Hace pocos días, Mercedes entró a Falabella para comprarle a su hija de cuatro años una remera lisa, de cualquier color: fue imposible. Una llevaba la imagen de un corazón rosa rodeado de flores. Todas las demás tenían leyendas en inglés: “Girl”, “Love”, “Power of love”, “Shine like a star”, “Don’t look back”, “Queen”, “Smile” eran algunas. En contraste, las remeras para varones de la misma edad decían cosas como “Winner”, “Feel the noise”, “Ready to rock”, “Climb to the top”, “Born to be cool”. Así, para las nenas abundan las referencias al amor romántico y la pasividad, mientras que a los varones se los invita abiertamente a ganar. Después de todo, llegar a la cima, rockear y ser “cool”, ¿no son casi la misma cosa?

Lejos de querer adoptar un tono del tipo “todo tiempo pasado fue mejor” –la clásica old (woman) yells at a cloud– me interesa cuestionar esto que el mercado ofrece hoy, teniendo en cuenta que la vestimenta es un lenguaje y que, por lo tanto, la ropa está cargada de significados y sentidos. ¿ómo operan en niñas que no saben leer, esas leyendas en inglés que ni siquiera comprenden? ¿Fueron esas frases hechas para ellas o para quienes están a su alrededor, las miran y sí las entienden? ¿Cómo funciona esto en un nivel macro social, teniendo en cuenta que la oferta no es muy variada, que les niñes necesitan bastante ropa y que tienen que vestirse todos los días?

Catalina, la mamá de una nena de 4, me cuenta que la ropa pensada para ellas es más incómoda al momento de jugar en una plaza, que las remeras son más cortas y entalladas, que los colores son más claros –y por lo tanto se ensucian más- que hay pocos joggings y muchísimas calzas. Y admite, con bronca, porque es una madre feminista, que ella misma se acostumbró a ver a su hija con ese tipo de prendas, y que cuando le compró una camiseta “de varón” le quedaba muy suelta y le pareció “menos linda”.

Por otra parte, las niñas no son sujetos pasivos, tienen poder de agencia y, conforme van creciendo, su universo de expectativas y deseos se expande, aunque no sean ellas quienes compren su propia ropa. Esa expansión del deseo y esa educación del gusto, creo, es positiva y necesaria para la construcción de la personalidad.

Malena, madre de una nena de siete, me dice que, a diferencia de ella misma, su hija ama los brillos y el rosa, que no solo ve en las vidrieras sino, mayoritariamente, en la ropa de sus amiguitas. Si la moda funciona, como decía Simmel, en tanto forma de pertenencia a un colectivo social, nadie quiere “quedarse afuera”, y no podemos pedirle a una niña que acepte eso. “No quiero ser una madre autoritaria y vestirla con ropa que no le gusta”, asegura Malena con muchísima razón, y dice que, por lo pronto, lo que prima entre ella y su hija es la constante negociación: prendas que sí, prendas que no, prendas que “de vez en cuando”.

En definitiva, creo que el tema es muy espinoso. Pienso en las palabras durísimas de mi mamá “cuando yo era chica me ponían lo que había y se acabó” y realmente me causa horror, no solo porque su vivencia infantil es colectiva sino porque esas mujeres hoy tienen 60 años y han aceptado, desde siempre, que “las cosas son así y punto” con consecuencias que van mucho más allá del qué ponerse.

Bajo el paradigma de las “infancias libres”, en los últimos años han surgido marcas que fabrican ropa sin diferenciación genérica para niñes, buscando precisamente deconstruir los estereotipos de género. Remeras sueltas de colores neutros, con palabras o frases que remiten más a la diversión que al éxito, donde lo que prima es la comodidad y el juego por sobre la diferenciación nenas/nenes. Quizás este camino sea una buena vía hacia el futuro, ojalá que dure y que se expanda. Pero creo que mientras el gran mercado siga generizando la ropa infantil y sea eso lo que predomine, es muy probable que las niñas sigan pidiendo vestiditos rosas y que les xadres sigan obligades a hacer el duro trabajo de “elegir entre lo que hay”.

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