Calle secundaria

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Por Micaela Szyniak
Foto: Lucía Noel

El orgullo es -en principio- una sensación difícil de alcanzar. Tener una buena vida sería sentir orgullo de todo. Más pequeño. En la mañana, vuelven a mí las imágenes arremolinadas del día anterior: no me arrepiento de nada. Esto ocurre tres, a lo sumo, cinco veces al mes. Son días en los que fui a cursar, bebí alcohol de manera moderada, dije no a la precariedad emocional o laboral, vendí una buena cantidad de libros, escribí un poema largo y lo guardé. La mayoría de los días me siento, en cambio, demasiado infantil para mi edad, demasiado alcohólica para mi género o demasiado expuesta en general. Suele parecerme que hablo mucho, que enfermo a les demás repasando en sus oídos una historia de amor entre una chica, su novio y mi persona.

Cuando ya nadie puede calmarme por la madrugada llamo a mi madre que repite: “volvé a tu eje”; y otras frases de autoayuda y psicoanálisis por ejemplo: “tu carrera es avenida principal”. Para mi madre, el amor es siempre calle secundaria o de eso intenta convencerse esa mujer que tuvo tres maridos, al primero de los cuales conoció en el templo a los catorce y llamó invitándolo a salir. Jorge le respondió que no porque no sabía suficiente de política. Después que sí y la ayudó a adelgazar. Ahora ella está por cumplir 70 y sigue con mi padre. La culpa la tiene Dina, les digo a mis hermanas y a mi prima cuando alguna está desesperada ante por ejemplo un wasap que enviaron y no obtuvo respuesta. Dina, mi abuela, murió sin recordar el nombre de sus hijas pero llamaba y lloraba por Alfredo (que la había dejado treinta años atrás por una amante) bajo la sombra del árbol del geriátrico. Siempre pienso que antes de morirse la mente de la gente viaja hacia su vida que se abre como un dado del que brotan pastos verdes. Que ella muriera en un geriátrico no es algo de lo que mi madre sienta orgullo.

El orgullo me figura como una pose esbelta, altiva. Según gugle es una sensación excesiva de autovaloración, claro que hay en lo gay algo excesivo. Cuando dije a mis xadres que salía con una mujer lloraron en la mesa octogonal del comedor. Él se agarraba de la panza y ella me gritaba: primero el peronismo, después el ácido, después el pelo azul y ahora esto. El recuento da un efecto aleph, como si todo el universo estuviera contenido en el nombre de mi ex novia.

La primera chica que me gustó fue un personaje de una serie. La vi besándose con otra en el medio de un zapping y mi cerebro estalló. Al tiempo tenía una carpeta con sus fotos en mi pc, cada foto llevaba por nombre un corazón más que la anterior, todos esos corazones comprimidos en el nombre de mi ex novia.

Cuando terminé la secundaria me juré que nunca más querría estar con una mujer, que si me concentraba en los hombres ellos se elevarían ante mi como los pájaros, que podría amar tanto a un hombre como para que las cosas abandonen su materia cuando él llegue. A veces todavía me pregunto por qué no, por qué no las dos cosas, por qué tan limitada. Mi madre me responde cuando llamo “sabés el día que vos consigas a alguien que te cuide?” y enseguida agrega desde su silla violeta de Palermo “no me importa si hombre, mujer, planta”.

Una de las últimas veces que fui a una fiesta familiar con mi ex volvieron a presentarla como amiga y yo no corregí. Quizá por eso me molesta tanto que otras chicas con las que salgo ahora me llamen amiga cada tanto. Cuando algo fue una falta de respeto eso tiñe a lo demás con su color, aspira a lo demás hacia su boca. Quizá como mástil contra esa aspiración, el burdo exceso del orgullo.

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