Cómo chapar con chicas

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por Sofía I. Motti
Fotografía: archivo de Sofía I. Motti

Besos disidentes: un relato sobre el orgullo en primera persona.

‘’Nuestros besos siempre supieron de resistencias y de guerras en el cuerpo. Allí, en las grietas de este mundo, en los recovecos de nuestras lenguas insurrectas, se hacen más espesos, más mojados, más escurridizos, más furtivos, más fuertes. Nuestros besos son, fueron y serán refugio y trinchera, remanso y labrys, bálsamo y munición.’’

Po/éticas afectivas, de Vir Cano.

La primera vez que una chica me dio un beso tenía 15 años. Estábamos en el baño de una fiesta, un enero caluroso, ella, una amiga mía y yo. Habíamos entrado con la intención de retocarnos los labios, el pelo, y mirarnos como una se mira a esa edad en el espejo del baño de una fiesta, como si este reprodujese, de alguna manera, la mirada del chico que te gusta, que está bailando a unos metros, y que morís porque te de un beso. En la oscuridad del pequeñísimo baño en el que estábamos, una pregunta hizo que el aire caliente circulase aún más pesado entre nosotras: “¿Nunca chaparon con una chica?” Por supuesto, mi amiga y yo, nunca lo habíamos hecho, inmersas en un mundo de fiestas de clubes de rugby y colegios lejos de lo progre, la idea de chapar con una chica ni siquiera se asomaba, al menos a la vista. Esa noche, en ese baño, ambas fuimos bautizadas con nuestro primer beso lesbiano por una chica que venía de un entorno en donde estar con pibas, era cool, y sentía hasta un deber personal abrirnos camino a ese mundo.

El primer beso que me dio una chica fue, por mucho tiempo, sólo eso, un beso. Toda mi adolescencia transcurrió sin volver a tener una experiencia así, aunque en el fondo de mi cabeza, la idea latente y pulsante, existía. Chapar con una chica. Siempre como algo esotérico, que mis compañeros de colegio y los chicos con los que salía veían en el porno, como algo que sólo adquiere valor si se presentaba ante un varón, chapar con una chica se volvió algo que no tenía que querer o desear. Nunca en una clase de ESI me dijeron cómo me tenía que cuidar con una chica, mientras que sabía de memoria el orden en el que nos dictaban los diferentes métodos anticonceptivos para prevenir un embarazo. Entre los 15 y los 20 años, mi historial se fue marcando con experimentaciones y amores heterosexuales, algunos muy dolorosos. Sabía cómo hablar con un varón, cómo tenía que vestirme para salir con uno, cómo reirme si hacía un chiste, y si lo veía con otra, también sabía cómo hacer que no me importara.

La primera vez que yo le di un beso a una chica tenía 21 años. Estábamos en una esquina de Chacarita una madrugada en julio, hacía frío y ella tenía puesta una bufanda mía. Habíamos ido a tomar vino y cuando nos encontramos, me di cuenta de que era mucho, muchísimo más alta que yo. Después de cumplir step by step de las primeras citas porteñas con personas oriundas de OkCupid -entiéndase ir a tomar vino a Naranjo, hablar de que ella estudiaba en FADU y yo en Puan, guiarnos ambas por nuestros pasados en colegios conservadores y una caminata larga y lenta por plaza Mafalda- de nuevo, como si volviese a tener 15, el aire se condensó. De pronto me invadió una pregunta: “¿Cómo me chapo a una chica?”. Mi respuesta a esa pregunta fue un un beso medio torpe y apurado, en una esquina oscura custodiada por cuatro borrachos y dos policías de guardia, que no me impidieron cumplir con mi cometido de la noche: dar mi primer beso lesbiano. Así fue por primera vez, el encuentro con una otra, vergonzoso, tierno, y con mucha expectativa posterior. Luego, el mensaje de “llegué” y “la pasé bien”, un emoji de corazón y la promesa de una segunda cita.

Hay una experiencia común en darte cuenta de que te gustan las chicas y seguir ese deseo. El tiempo se rebobina y volvés a tener 15, los sentires ansían y los cuerpos se calientan. Lo que no fuimos capaces de sentir y probar en años más pubertos encuentra al fin un norte, una revolución de hormonas, ansiedad, calentura e intriga, el frenesí de quien prueba por primera vez, de quien intenta algo desconocido. Chapar con una chica implica un retroceso a la adolescencia, el volver al miedo que se siente cuando no sabés cómo tocar ese otro cuerpo, cómo hablarle, cómo hacerla reír, y también cómo hacer que guste de vos. Fijarte en el celular mil veces si te respondió el mensaje directo y que te recorra un frío por la columna cuando ves que sí, que te respondió. Buscar por todos lados alguien que entienda lo que sentís, alguien que te explique cómo chapar, cómo acariciar, cómo chamuyar; alguna referencia en donde encauzar el deseo, una nueva ídola pop que canta sobre lo lindas que son las chicas y lo mucho que nos gustan, una serie de televisión que muestre un beso entre mujeres y que nos habilite un imaginario donde podamos, como cuando éramos chicas, navegar nuestros sentires. Volver a formar una identidad, cortarme el pelo corto, no corto no, cortísimo, velar una expresión que ya no me pertenece, una imagen que ya no se condice conmigo, revelarme a partir de lo que escucho, digo, leo, visto, que todo lo que soy, como a los 15, sea un reflejo de lo que me pasa.

Desorientada, descubrí un mundo hasta ahora completamente oculto, en el que existe una noche (y un día) donde los cuerpos bailan, recitan poesía y toman birra por y para mujeres. Fui por primera vez a la marcha del orgullo, y subí una foto con un camión de fondo, papelitos de colores, y gente con arneses, pelucas rosas y brillos en la cara. Ví a Javiera Mena y me emocioné cuando cantó su cover de Mujer contra Mujer, porque ahora entiendo, porque me sensibiliza, porque yo también dí la mano por debajo del mantel. Leí y escuché a otras hablar sobre salir del closet, y que de pronto la suavidad de la piel de una mujer se vuelva una experiencia universal secreta, un símbolo codificado al que sólo nosotras tenemos acceso. Descubrí la complicidad de una mirada en la calle, en la facultad, en una fiesta, y que de pronto se convierta en un mensaje tácito, un ‘’yo también’’ que casi no necesita verbalización.

Hoy me doy cuenta de que nos mintieron siempre que nos dijeron que la peor etapa era la adolescencia y que se terminaba a los 20; de que es posible reescribirla, reinterpretarla, de que nos debemos repetir primeros amores, chapar en una fiesta, que nos rompan el corazón y llorar desconsoladas, escribir cartas, salir hasta que se haga de día y dejar que una versión nuestra a la que se le negó ese tiempo dorado, lo experimente. Abrazo a esa Sofía de 15 años y le digo que no se preocupe, que los mejores años están por llegar, que hay millones de besos por dar.

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