La condena de hacer política (siendo mujer)

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Por Mair Williams

Durante las primeras horas después del fallo de la causa Vialidad -que condenó a Cristina Fernández de Kirchner a 6 años de prisión e inhabilitación para ejercer cargos públicos-, reinó el desconcierto. Pero no por el fallo mismo, ya que ella hace tiempo venía anunciando que la condena estaba firmada antes de que los acusadores presentaran pruebas. Se sabía porque las pruebas nunca importaron y el objetivo perseguido, siempre fue otro. Cualquiera que estuviese siguiendo las noticias sobre el desarrollo de esta pantomima, tenía a mano la posibilidad de un final tan predecible. Los medios mismos lo anunciaban de forma macabra, casi como una burla: ‘la bala que no salió, y el fallo que sí saldrá’.

Se evidencia muy fuerte el hilo conductor existente entre el intento de asesinato y la condena judicial: el objetivo fue siempre, sin importar el medio, excluir a Cristina de la participación política. Desde siempre, el acceso a las esferas del poder y de conocimiento, nos fue blindado a las feminidades. Antes y después de Cristo, en todas las épocas y latitudes. Podríamos pensar que algo de eso cambió en el último siglo, pero este fallo llega como otro capítulo de esa historia.

Nada de esto sorprende. Ya volveremos al desconcierto más adelante, por ahora, sigamos con lo que no sorprende.

No sorprende la profunda desprolijidad que caracteriza a este proceso judicial. Procesan a Cristina y no a los responsables directos de la obra pública, -que son los ministros- tampoco al Jefe de Gabinete, constitucionalmente a cargo de la ejecución del presupuesto, ni a los que aprueban el presupuesto para esas obras, que dicho sea de paso, fueron los legisladores de la Nación. Una lógica que no conoce ni respeta la estructura del Estado que supuestamente audita.

La figura es ‘administración fraudulenta’ y la sentencia son seis años porque les fue imposible hacer prosperar la acusación de ‘asociación ilícita’ con la cual aspiraban a elevar la pena a 12 años, cifra simbólica pero muy real: un año de prisión por cada año de gobierno Kirchner. Pero no nos vamos a sumergir en las aguas de las cuestiones técnicas -para eso hay buena información acá– porque esta sentencia no se destaca por aplicar bien las leyes, sino por sus objetivos políticos, y vale decirlo de nuevo: el único objetivo de este juicio fue impedir que se presente a elecciones una líder política que representa a muchos. La estrategia, los procedimientos y los objetivos del juicio, entran a la perfección en la descripción del concepto de lawfare: guerra judicial para derrotar en tribunales a quienes no se puede derrotar en las urnas.

Tampoco sorprende la reacción de los que se enfrentan al peronismo en las elecciones. En circunstancias normales, a la clase política debería caerle pesada una condena como esta porque inaugura un tipo de persecución y proscripción judicial que, si se convierte en tradición, puede ser peligrosa para cualquiera que quiera hacer política. Es por eso que Cristina dice que el fallo busca disciplinar a los dirigentes políticos, volverlos temerosos ante el poder permanente de jueces a los que nadie vota. Sin embargo, los principales dirigentes de la oposición festejan. No importa que el proceso judicial vulnere principios básicos del derecho -como no enjuiciar a alguien dos veces por lo mismo-, para el antiperonismo, la república se hace fuerte ahí, donde el peronismo es golpeado. Han festejado cosas mucho peores, y lo hacen sin miedo porque saben que nunca les puede pasar a ellos. En la historia de nuestro país solo fueron proscritos, derrocados y perseguidos aquellos presidentes que no acataron lo que el poder permanente les dictaba. Y Cristina, además, es mujer.

No sorprenden a nadie los chats filtrados por un hackeo cuyo origen importa poco ante la sordidez y relevancia nacional de la información que revelan: chats entre un grupo de hombres a los que une una complicidad siniestra. Un operador, un empresario, un espía, tres jueces, un ministro de seguridad de la Ciudad de Buenos Aires, miembros del Grupo Clarín oficiando de anfitriones y un jefe de fiscales se van de vacaciones en secreto a la casa de un pirata inglés multimillonario. Los chats son una vergüenza, no puede calificarse de otro modo. Son tan patéticos que tienden a dar risa hasta que una recuerda que esos tipos se sientan en las mesas que deciden el rumbo de nuestro país. Entonces indigna. Indigna la desfachatez, la desmesura, la falta de decencia, el enchastre, el abuso de poder. Igual, no sorprende enterarse que ese grupo existe, como existen muchos otros similares, pero acá la diferencia es que estas personas habitan esa intersección entre el círculo empresarial, el militar y el político que, sin importar el gobierno, busca moldear las leyes y las políticas de la Argentina.

Todo eso que no sorprende, y fui enumerando, genera angustia. Ver tan cerrado el mapa de lo posible, tan concentrado el poder mediático, el judicial, el económico… Ver que unos pocos que pasan buena parte de su vida en el anonimato cuentan con recursos extraordinarios para someter al resto, angustia: plata, armas, jueces, espías. Ver que la estrategia del golpe militar hoy se disfraza de república en la piel de aquellos que juran justicia para un país entero. Si lo consumado y lo posible tienen siempre la cara del horror, entonces, capaz, el desconcierto sea una buena noticia. Volvamos al desconcierto.

¿De dónde proviene el desconcierto? De ella. De sus palabras, sus decisiones, sus actos. Cristina anuncia sobre el final de su discurso, minutos después de la condena, que ‘no será candidata a nada’. Que no va a buscar un cargo, ni tampoco los fueros que vienen con dicho nombramiento y que le permitirían no ir presa. Y lo dice con una claridad impactante: metanme presa, yo no voy a ser mascota del poder. Otra vez, Cristina sorprende con un movimiento por fuera de los cálculos y pronósticos. A mi no me gusta decirle ‘jugada’ a eso, prefiero llamarlo por su nombre: acción política. Abrir un espacio donde parecía imposible.

En mis grupos de WhatsApp empezaron a llover mensajes cuando ella anunció que no sería candidata. Semanas atrás, parecía ir montándose de a poco el escenario de su futura candidatura, y se negó a eso dando razones con implicancias más profundas que lo que conlleva una simple decisión electoral. Dijo que se niega a participar en esta farsa residente en el sistema político. El desconcierto se hizo más hondo cuando interpretamos ese mensaje. La primera pregunta articulada que leí en ese desconcierto, fue: ¿en qué tipo de democracia vivimos si nos impiden votar a quien más nos representa? Esa pregunta es válida para quienes se sienten representados por Cristina, que no son todos, pero sí muchos. Es válida también para todos los que aspiren, algún día, a votar a alguien que los represente. ¿En qué tipo de democracia vivimos si nos impiden votar a quien queremos votar?

Lo que le siguió al fallo fue mucho más sorpresivo de lo esperado. El sentido común indicaba que Cristina debería estar golpeada, aterrada, que el fallo seguramente había conseguido su principal objetivo,correrla de los asuntos políticos. Pero no. Salió a hablar y a decir frente a miles de espectadores que existe un estado paralelo con nombres y apellidos que viven hostigando a los dirigentes electos democráticamente para satisfacer sus propios intereses, obviamente opuestos a los de la mayoría. Tuvo el coraje para nombrar al operador que ella identifica detrás de este entramado oscuro de poder permanente y decir, directamente: Magnetto, mascota de usted, nunca jamás.

¿Ahora qué? El año que viene hay elecciones y alguien tendrá que tomar el mando de la gestión de este país. El análisis electoral que nunca duerme ya estará especulando sobre qué escenarios y candidaturas se avecinan, y cuánto es que pesan. Yo creo que el discurso de Cristina después del fallo nos dejó un mensaje mucho más importante que un dato electoral, de valor casi incalculable: hacer política no es lo mismo que ‘administrar’, que no la condenaron por administrar bien o mal, sino por enfrentar a ciertos enemigos y pretender seguir haciéndolo, dentro o fuera de una lista, incluso sin fueros. Porque eso sí es hacer política.

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