¿Quién puede hablar de diversidad cultural?

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Por Cinthia Giselle Dalama

Un relato en primera persona sobre el impacto de la colonialidad en la identidad propia.

Sí, ya sé, soy blanca. Pero no soy sólo una persona blanca y creo que eso importa un montón en la construcción de las identidades. Al menos en América Latina o como me gustaría que la recordáramos un ratito en esta nota: Abya Yala.

Trato de no reproducir lógicas patriarcales y hegemónicas pero seguramente alguna persona me podría marcar algunos errores en mis prácticas y está bien: todes estamos construyendo nuestras identidades y aprendiendo cómo ser un poco más empáticos por les otres.

Tal vez lo más relevante para contextualizar y situarme es que tengo una protección por parte del Estado que otras personas no tienen, y en eso me quiero enfocar ahora, ¿no es importante que contribuya, que critique y reafirme mi espacio como individuo? ¿Cómo no voy a ayudar a reafirmar y a recuperar el lugar desentrañado por la colonialidad? No puedo quedarme callada y ser cómplice del horror.

Hace unos días estuve en un conversatorio sobre comunidades originarias y la crisis climática y me angustió bastante no saber de qué nación hablaba una de las personas que formaban parte. ¿Debería sentir vergüenza, hacer silencio y no mostrar mi ignorancia? Tal vez, pero hoy decido escribir esta nota porque no quiero tener más vergüenza yo sola o con mis amigas, quiero compartir esto y que reveamos qué estamos haciendo, o mejor dicho, si estamos haciendo algo. En ese sentido, no puede ser que con todos los esfuerzos por reivindicar la historia de nuestros territorios aún hoy sigamos viendo muchas identidades borroneadas.

No saber cuáles son las naciones que forman parte de este territorio que habitamos me hizo pensar qué aprendí en la escuela y qué aprendí durante mi carrera de grado en la universidad. ¿Qué tanto damos por sentada la colonialidad y cómo opera incluso en una sociedad que creemos postcolonial?

En redes sociales me vivo quejando y enojando porque las personas que ocupan espacios más mainstream, no sólo lucen todas más o menos parecidas, sino que reproducen las mismas lógicas hegemónicas de siempre. Y esas lógicas son absolutamente europeas y coloniales, y parece que ni nos detenemos a pensarlo un ratito, seguimos reproduciéndolas en nombre de “lo nuevo y disruptivo”. ¿Qué podría tener de disruptivo algo que reproduce una lógica de opresión?

Y lo digo desde la vergüenza y desde la autocrítica absoluta. Fui una persona que pasó muchos años de su vida teniendo vergüenza de sus raíces y queriendo esconder una parte de su historia, porque de alguna manera eso se hace, ¿no? O eso nos enseñan. Y ojo, es bastante sutil cómo opera la colonialidad en este milenio, al menos para quienes tenemos de alguna u otra manera los derechos menos vulnerados, porque no está mal ser quien sos, siempre y cuando más o menos puedas anclarte en las normas que se socializan. Y si no, probablemente estés enfermo, o seas ilegal y otros pensarán que estás pecando, porque así es. Si no hacés algo dentro de la norma, estás afuera y si estás afuera seguramente haya algún tipo de disciplinamiento hacia tu identidad. Es por eso que muchas personas piensan que como soy gorda y ocupo mucho lugar soy grotesca, no tengo rasgos europeos de delgadez, soy obesa y estoy enferma: aunque sea una persona blanca, mi cuerpo no encaja. Porque sí, en resumidísimas palabras, los años de opresión también son hacia cuerpos como el mío, cuerpos que transgreden las normas y son regulados por normativas colonialistas y europeas como las tablas de talles o los índices de la salud.

Y esto me remite a pensar en mis raíces. No tengo que ir tan lejos para darme cuenta cómo me sentía absolutamente cómoda comiendo un montón de harinas con mi mamá y mi abuela, escuchándolas hablar en guaraní en la cocina de mi casa, pero cuando salía mis amigas comían ensalada para no engordar y se reían cuando escuchaban a mi mamá pronunciar mal algunas palabras (y menos mal que no la veían escribir con faltas de ortografía). Repudio absolutamente las culturas de la dieta y la delgadez, y por supuesto la de la belleza colonial y normalizadora. En cuanto mi mamá y mi abuela vieron que esa era la forma de que su hija sobreviviera en esta ciudad desconocida por ellas, borraron todo rastro de las costumbres que me formaron: dejé de aprender el idioma con el cual me cantaban para dormir, nunca supe hacer las recetas de las comidas con las que me alimenté de niña y empecé a aprender inglés y alemán, porque eran los idiomas que me iban a dar una oportunidad de tener una posición social y económica más cómoda. El reviro y el mbejú («biyú» según mi mamá) ya no eran mis desayunos, ahora desayunaba tostadas con queso y mermelada sin azúcar y sin grasas. Actividades que comenzaron todas juntas y me generaron mucha incomodidad. ¿Por qué nadie me explicaba nada y me imponían nuevas costumbres? ¿Por qué pensaban que todo eso era por mi bien, si yo estaba bien?

Podré ser blanca pero fui desterrada de toda mi identidad cuando tuve que socializar con otres y el vacío se siente aún habiendo pasado distintos disciplinamientos hacia mi cuerpo.

Por eso me pregunto desde dónde nos paramos para vincularnos y relacionarnos. Porque entendernos en las interseccionalidades es parte de este ejercicio decolonial. Pero ¿cómo culpar a mi familia por querer adaptarme a las normas que podían darme un futuro mejor? Este camino es noble cuando bajás la cabeza y hacés caso.

A veces la igualdad tiene un tinte normalizador que es abrumador, pero está claro que tenemos que dejar de ejercer violencia e invisibilizar las experiencias ajenas, porque si no, al final, lo único que estamos haciendo es reforzar el carácter violento de la colonialidad.

Lo que me interesa es que hablemos de esto. Cuestionar el miedo y el terror que puede ser hablar de esto cuando es algo que nos compete a todas las personas que vivimos y crecimos en Latinoamérica. Es posible que tengamos que ver cómo lo hacemos y cómo honramos a nuestras raíces de la forma más respetuosa posible. Porque no creo que haya ya lugar para el silencio. Pero para eso justamente quiero retomar la reflexión desde el espacio que ocupamos y la experiencia: no pueden haber menos derechos garantizados, ni menos protección para quienes no quieran pasar por el filtro de lo normal.

Y tal vez me duele todo esto porque soy una persona que trabaja en la industria de los estereotipos (NdE: la publicidad) y porque quiero sobrevivir en esta ciudad con reglas de convivencia normativas con las identidades. ¿Cuánto cuesta no asignarle la etiqueta de peligro a lo que es distinto a la norma? Bienvenido sea tener un día para repensar la diversidad cultural y que la mayoría formemos parte de esta conversación tan necesaria para seguir conviviendo siempre en pos del bienestar y la garantía de protección y derechos humanos.

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