Por Claudia Mercado
Ilustración: Rocío Perez
Claudia tiene 36 años y perdió su primer embarazo. Además de conocerse en profundidad, descubrió lo poco que todes sabemos de estas situaciones. Nos comparte su experiencia y espera que ayude a alguien más.
Cuando empecé terapia el año pasado, lo hice con la única intención de descubrir si existía en mí el deseo de ser madre. ¿Soy feliz con mi vida así o le falta algo? Y ese algo, ¿qué es? ¿Un amante, tomar más agua, volver a creer en Dios o une hije? ¿Tengo ganas de ser mamá o en realidad lo que quiero es cumplir con un mandato? No sabía si la respuesta era «sí», pero claramente tampoco si era «no».
A poco de empezar las sesiones con la psicóloga dejé las pastillas. No tardamos mucho en darnos cuenta (la psicóloga y yo) que lo que tenía no eran dudas sino miedo.
Dejar las pastillas desenmascaró una hiperprolactinemia (vaya a saber uno arrastrada desde cuándo) que me impidió menstruar durante nueve meses. Tras un tratamiento, recuperé la normalidad de mi período y la posibilidad de embarazo estaba latente. Pero, más allá de nuestras edades – yo 36 años, mi compañero 40-, venía de un montón de cambios hormonales y estaba segura de que nada iba a ser tan rápido. Sin embargo, a los tres meses de comenzada la búsqueda oficial tuve un atraso.
El cuerpo me hablaba: no me venía y estaba convencida de que no me iba a venir tampoco. Entonces, me hice un test. La ansiedad suele ganarme todos los partidos, así que casi no pude dejar de ver el dispositivo. Antes de cumplidos los cinco minutos, aparecieron las dos rayitas, una de ellas muy clara.
Dato útil 1: por clara que sea la raya, hay embarazo. El color depende de la cantidad de la hormona beta hCG que se tenga y que, a su vez, habla del tiempo de gestación.
Vuelta al mes en 200 ecografías
Tras confirmar el embarazo con un test de sangre, fui a mi primera cita con el ginecólogo. Supuse que él me daría la derivación con une obstetra y ya, pero antes de eso me ordenó una ecografía. “Es un paso más, pero así es”, dijo, aunque me felicitó igual. Totalmente innecesario.
Dato útil 2: no confíen en las felicitaciones tempranas, no importa si vienen de profesionales de la salud. Falta un montón para saber si está todo bien y feliz.
Para sorpresa mía, considerando el contexto covid/cuarentena, el turno para la ecografía fue rápido. El día del estudio, me llamaron de mi obra social para decirme que «podía acercarme en cuánto quisiera, porque el ecógrafo estaba libre». No estaba cerca del lugar, así que de todas maneras no pude colaborar con la optimización del tiempo. “Andá al baño, sacate la parte de abajo y ponete esta bata”, me dijo el tipo que tenía más ganas de irse que yo de chaparme a Brad Pitt.
Dato útil 3: la primera ecografía obstétrica es transvaginal y se supone que desde la semana seis o siete de embarazo debería oírse la actividad cardíaca.
Dato 3bis: las semanas de embarazo corren a partir del día en que inició la última menstruación.
Ni bien comenzó con la práctica, la segunda frase que emitió fue “el saco está vacío, ¿sabés?”. Nada más. Terminó de dictarle el informe a la administrativa y, mientras yo agarraba mi ropa para cambiarme, con la angustia de no saber qué corno significaba eso, y con medio culo al aire, el tipo pasó a mi lado con la mochila puesta y se fue.
Por supuesto que debe haber mil gestantes que la pasaron peor que yo, pero también estoy segura de otra cosa: cada caso merece el mismo respeto y la misma información. De eso habla el artículo 2° de la ley 25.929 sobre violencia obstétrica. En mi primera ecografía, el puntapié inicial, la que casi determinaría lo que venía después, no recibí nada de lo que correspondía.
Dato útil 4: yo tuve miedo/vergüenza de preguntar qué significaba “el saco vacío”. No hay que tenerla: no tenemos por qué saber NADA, sobre todo si somos primerizas. Resulta que el saco gestacional es lo primero que se forma. Luego, vemos allí al embrión.
“Cruzate a la guardia obstétrica ahora”, me dijo la chica de chaqueta azul y ahí fui. Me atendió el coordinador de obstetricia del instituto. Un hombre grande, con pinta de serio. Solo le tiré el titular y antes siquiera de sentarme, expresó: “Bueno, no hay que desesperarse”. Yo seguía sin entender nada, pero todes deberíamos tener a alguien que ante cualquier circunstancia nos propicie un bálsamo tranquilizante. Me dijo que tal vez el embarazo era menor al tiempo que pensaba, y era necesario repetir el estudio 14 días después. “Puede que el embrión aparezca”, me dijo.
Repetí la eco el día del natalicio de Cortázar; esta vez con una ecógrafa cuyo nombre de pila era Julia. Nada podía salir mal. A diferencia del mamerto de la primera transvaginal, esta médica se tomó mi estudio en serio. Pero, se sabe que cuando no te dicen que está «todo ok» de entrada es porque no lo está. Finalmente, habló: “Mirá, hay un embrioncito pero no tiene actividad cardíaca”. Giró la pantalla y me mostró cómo funciona el sistema: “Donde hay movimiento, las luces se prenden. Yo lo apoyo sobre el embrión y no pasa nada, ¿me explico?”. Esa mujer se estaba poniendo en mi lugar, había buscado las palabras para darme una mala noticia. Valoré muchísimo su calidez, pero no pude ni agradecérselo ni saludarla cuando me fui: tenía el corazón rotísimo.
This is the end
Con la segunda eco, volví a la guardia y también me encontré con una médica que fue clave: era una mujer grande, de la vieja escuela, como quien dice. Me tiró la posta en medio de palabras alentadoras. “Para vos esto es difícil, es especial, pero nosotres lo vemos todos los días. Es importante que sepas que esto que te pasó no tiene nada que ver con tu próximo embarazo”. Me dijo también que el cuerpo es «sabio”: si nota que algo no va a prosperar, lo expulsa.
Ahí comenzó el duelo para mí. Solo sabían de mi embarazo mi compañero y mi psicóloga. Cuando supe que no iba a progresar decidí cerrar mi muro de contención con dos personas más. Fue clave esa parte. Decidí dejar afuera a mi familia. Mi madre suele hacer propio el dolor ajeno y no iba a ser de ayuda. Así que elegí a dos amigas: a Mariana, porque es quien mejor sabe transmitir, porque sabe decir lo justo en el momento necesario, y porque, sobre todo, ya había pasado por lo mismo. A Alejandra le designé un rol más práctico. No sabía lo que me iba a pasar físicamente, y necesitaba a alguien dispuesta a correr por mí en caso de que estuviera sola, y sabía que Ale lo haría. Ellas y la psicóloga me repitieron como un mantra: permitite estar triste, permitite llorar, permitite estar rota. Y lo hice. Quedé deshecha unos cuantos días.
Él no. Él no sabía qué decirme. Aunque estuvo ahí todo el tiempo, intuyo que nunca entendió nada de lo que pasó: no procesó el embarazo y tampoco el aborto. Lo elijo cada día de mi vida desde hace casi 14 años y celebro su deconstrucción. Sin embargo, siento que en situaciones límites el patriarcado gana: un día hasta llegó a decirme que no entendía por qué me ponía a llorar repentinamente. Yo, hasta rompí un plato de la bronca. Todo se rompe un poco cuando irrumpe la tristeza. Después se rearma. Después. ¿Cómo serían las cosas si los varones cis pasaran siquiera por un 10% de todo lo que nos toca a nosotras? Me lo pregunto bastante.
Si no había sangrado en los días siguientes, tenía que volver para ver una obstetra que «me guiaría en el proceso». Así fue. Se trataba de una doctora joven, sencilla, clara, resolutiva. Me dijo que evidentemente mi embarazo venía lento, y que debía hacerme una nueva eco en siete días para confirmar que no hubiera latido. Miento si digo que no se me activó una mínima ilusión con esa otra espera.
La semana anterior y esa sumaron los 15 días más interminables que tuve en los últimos años. Pero, dos días antes de tener la última ecografía preaborto, comencé con un sangrado mínimo. Y sinceramente, ya quería que se terminara de una vez. Llena de tristeza y desolación, lo único que necesitaba era dar vuelta la página. Y eso que se trataba de un embarazo esperado. Pienso, hoy, en las mujeres que atraviesan esos momentos tan oscuros sin siquiera haber deseado maternar.
La tercera eco mostró que efectivamente el embrión detuvo su desarrollo a las seis semanas y media. Por suerte, me tocó la misma ecógrafa de la segunda vez. En esta ocasión, llamó a otra doctora en calidad, digamos, de testigo. “Para que te quedes tranquila, y te vayas con la mirada de otra profesional también”. Me pareció un gesto excelente (pienso que tal vez sea algo que se pueda solicitar en caso de que no se ofrezca). Ahora solo restaba esperar que el cuerpo actúe.
Dato útil 5: no hay un tiempo exacto para el aborto espontáneo, pero no suele ser de golpe y de sorpresa como en las películas. Si se viene con un seguimiento médico, por lo general, se sabe con anticipación que va a suceder.
Las médicas que me vieron coincidieron e insistieron con que lo mejor era esperar una resolución natural: “Una semana más y vemos. Hay mujeres que no soportan la situación y pasamos al legrado”. No me hablaron de pastillas. Quizás llegado el momento me darían esa opción. Yo, aunque estaba harta, triste y muy agotada, todavía me sentía con fuerzas para esperar que el cuerpo haga «lo suyo”. Por fortuna, lo hizo esa misma noche.
Cómo es un aborto espontáneo
No suelo tener dolores menstruales intensos, pero estos dolores los sentí mucho. Mi amiga Mariana, que tuvo un aborto y fue mamá luego, me comentó que son parecidos a las contracciones. A las 20 horas comenzó el proceso que duraría algunas más. Dolores profundos y un sangrado que se hizo más fuerte con el correr de los minutos. Recuerdo dos expulsiones con claridad, con diferencia de cerca de una hora entre ambas. La sensación de que algo bajaba me dio margen para sentarme en el inodoro. No quise analizar mucho qué era. Apreté el botón y listo. Luego, las molestias fueron mermando, seguían, pero muy leves, y pasé la noche alerta por el sangrado. Inmersa en la situación, las sensaciones fueron puramente físicas. Nada, absolutamente nada emocional.
Dato 6: el sangrado debe ser algo más que una menstruación normal. Va decreciendo con los días, yo lo tuve alrededor de una semana. Si se evidencia una hemorragia, hay que asistir a la guardia de inmediato.
Un día después, fui a control para corroborar que todo estuviera bien. Tras otra ecografía, pudimos ver que las expulsiones habían sido efectivas. Solo quedaban algunos tejidos en el cuello del útero, por lo que debía tomar unas pastillas, que encontré en la cuarta farmacia en la que pregunté y que tampoco cubría mi obra social. Me costaron 600 pesos. Tras una semana de tomar los comprimidos, la quinta eco del mes determinó que todo había terminado.
Me enteré que estaba embarazada el 31 de julio y lo perdí el 9 de septiembre. Fueron los 40 días más largos e intensos de mi vida. Me di cuenta de la poca información con la que contamos las personas gestantes. Aprendí que querer tener une hije es mucho más complejo de lo que se cree.
Me voy rearmando. Ya no estoy tan triste, pero sigo pensando bastante en lo que pasó. Fantaseo con cómo hubieran sido las cosas en un marco normal: contar la noticia, las fiestas con la panza, los regalos, ser mamá. Y todo aquello a lo que estaba dispuesta a renunciar. Pienso también en cómo será volver a intentarlo. Y me da miedo, claro que sí. Porque sé que puede fallar otra vez. “Hasta tres abortos es normal”, dijo la ginecóloga. Me da terror, en realidad.
Es parte de la naturaleza también que las cosas salgan mal, pero no nos lo dicen, porque nos enseñaron que tenemos en el útero el swicht del éxito-fracaso. Nos enseñaron eso, pero no es así. Nos pasa, nos importa, nos pone tristes pero podemos superarlo. Nos levantamos, nos sacudimos, nos sentamos en la computadora, y escribimos esta historia, una vez más, como cualquier otra de nuestra vida.