Una mirada fatal: entre el microblading y la presión social

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Por Emilia Ruiz de Olano
Ilustraciones por Camil Camarero

Un relato en primera persona sobre el impacto de las influencias estéticas en el autoestima, la economía y el tiempo.

“A esta ceja deberías tenerla dos centímetros más alta para que esté completamente alineada con la otra y así darle más armonía a tu rostro”, “Te recomiendo que de ahora en más te depiles con hilo, ¿no conocías el método? Es mucho mejor que con pinza, el pelo crece más sano y menos duro”, “Ay… ¿tendrás alopecia? No puede ser que todavía no te crezca más pelito…”, “¿Conocés el microblading? Yo creo que sería perfecto para vos; eso sí, deberías probar también con el tinte de cejas, porque viste que las cejas rubias son muy difíciles de rellenar…” .

Llevaba 27 años sin prestarle demasiada atención a mis cejas, cuidándolas sólo lo mínimo y necesario. Si bien no eran súper simétricas ni muy tupidas, alcanzaba con “perfilarlas” para que todo mejorara. Pero hubo un día que marcó mi vida -y mis cejas- para siempre. Un día en el que no me pude resistir a los comentarios y opté por el camino del microblading de cejas.

Life-changing puede sonar exagerado, pero es un término que igual voy a utilizar porque no existe otra forma de describir la trayectoria de mis cejas. Durante dos años me obsesioné con ellas de forma tal que ya nada de lo que hiciera alcanzaba: ni teñirlas cada cuatro o seis semanas cuando inevitablemente empezaban a aclararse, ni tampoco los montones de pomadas, geles y lápices para rellenarlas que iba comprando y acumulando.

Aunque, miento. Hacía un par de años que venía notando que mis cejas se iban cayendo y, a la vez, también afinando (dato curioso: ¿Sabían que el estrés es la principal causa?). Fue justo en esa época cuando empezó a ganar popularidad este tratamiento llamado microblading, un proceso que -actualmente- consiste en tatuar en la zona de las cejas, trazos similares a pelos. Se enunciaba como un mesías que venía a salvar mi mirada de su precipitada decadencia, y si tantas personas lo estaban haciendo, ¿por qué yo no? Así que investigué un poco (es decir, leí un par de artículos en Internet y consulté un montón de publicaciones de Instagram) y decidí reservar una cita en el lugar que pudiera dejarme lo más parecida posible a Juliana Awada, claro, no vaya una a quedar con dos rayones de fibrón Sharpie en la frente.

Es que, dejando de lado las bromas, las cejas son un asunto serio. Primero, porque son un gran negocio (de 1.500 millones de dólares en 2021 y se espera que alcance los 2.700 millones de dólares para 2028, según el grupo de investigación global Grand View Research), con infinidad de cosméticos y tratamientos a su alrededor. Segundo, porque parecen haberse convertido en la obsesión de belleza de la década, desde que en 2014 Cara Delevingne acaparó portadas de revistas y desfiles de moda con sus crecidas y oscurísimas cejas en fabuloso contraste con su pelo rubio, mientras que también las Kardashian hicieron mainstream el trazo intenso. Por su parte, la pandemia no hizo más que dar más protagonismo a la mirada y desde entonces fuimos cada vez más las que, tras perderlas en los días más difíciles, logramos descubrir que las cejas, por sobre todas las cosas, tienen profundidad emocional: pueden dar pista de cómo vivimos.

En efecto, la industria cosmética lleva un par de años intentando capitalizar toda su simbología y emoción. La frase que más escuchamos las hijas de aquellas mujeres que se entregaron a la estética de hace 20 años y que hoy luchan por recuperar una expresión que transmita un poco más de fuerza, es: “Por favor, no te vayas a dejar las cejas finitas”. En generaciones anteriores, hemos visto auténticos desastres causados por la moda de un depilado excesivo, por eso ahora hay tantas técnicas para arreglarlas. Además del microblading, entre los servicios más demandados destacan la micropigmentación (que consiste en inyectar en la dermis un pigmento con el objetivo de colorear los huecos), los sombreados (un tratamiento que dibuja miles de puntitos en lugar de líneas gruesas) y los laminados de cejas (un tratamiento semipermanente que consigue un efecto de ceja peinada hacia arriba, alisando los pelos “rebeldes” y fijando la forma deseada). A todo esto, además, se le suma el boom de los filtros para selfies, naciendo así el concepto de “ceja de Instagram” (#instagrameyebrow) o “ceja HD” (por su alta definición), pensando no sólo en la vida real, sino también en la digital.

Sin embargo, las cejas perfectas no existen porque su forma y expresión son algo absolutamente personal. Pero fue después de dos microbladings y tres sesiones de láser para quitarlo que comprendí esto. En el medio, mi pelo también cambió de color al menos unas cinco veces. No fue por los rayos del sol ni por una elección accidentada, sino porque el monstruo de la obsesión se apoderó absolutamente de mi ser. Creo que es la primera vez que digo esto en voz alta, pero cada cambio de tono en mi pelo estaba vinculado a la idea de que todo combinara mejor con el color de mis cejas. Como el tinte para cejas rubias no me convencía, me las oscurecí, pero al ver que no me gustaba cómo quedaban con el pelo rubio iluminado, me oscurecí el pelo.Y así, sin ánimos de entrar en más obvios y vergonzosos detalles, la presión por lucir impecable me fue alejando cada vez más de mi propia esencia.

“¿Cómo llegué hasta acá?”, me pregunté de repente. “Feminista de cartón”, era la única frase que resonaba una y otra vez en mi cabeza. “Feminista de cartón” por querer parecerme al modelo de mujer que alguien como Juliana Awada propone, mientras que históricamente el movimiento feminista nos invita a rechazar la noción de que nuestra identidad social esté completamente definida por el sistema capitalista. Sin embargo, nuestros cuerpos están moldeados no sólo por factores étnicos y las decisiones que tomamos a lo largo de nuestras vidas, sino también por las relaciones de clase. Yo, que trabajaba en política con una exigencia horaria grande, muchas veces 24/7, el tiempo era algo de lo que no disponía y lucir impecable era una expectativa constante. Entonces, ahí estaba, haciendo malabares en mi calendar para agendar citas que exigían que me mantuviera dos horas seguidas con los ojos cerrados con tal de no perder el efecto de unas cejas prolijas y marcadas. «Claro, puedo comprometerme a varias citas de retoque», pensé yo, sin contemplar la ansiedad que me demandaría tener que estar dos horas sin contestar mensajes en mi celular, rogando que no explotara el país en el medio.

Pero además del compromiso del tiempo, también hay otro compromiso subyacente que no es en absoluto menos importante: el económico. El microblading no es barato. Pero de eso se trata: la que puede, puede. Y si algo sabemos hacer bien las mujeres cada vez que nuestros ingresos crecen, es “invertir” en esos tratamientos y/o productos a los que siempre quisimos acceder, pero que no podíamos o debíamos si pretendíamos mantener una economía mínimamente estable. ¿Cuánto podría haber ahorrado si no caía en esa bicicleta de servicios innecesarios que cada vez se hacían más indispensables en mi rutina de belleza? ¿Soy consciente, acaso, de cuál es el monto que la belleza representa en mi vida? ¿Puedo calcular un número preciso? ¿Fijar un límite? ¿Cuál es, realmente, el costo de la belleza?

Si me animo a escribir estas preguntas es para intentar destacar lo que se pone en juego y advertir sobre los peligros implícitos, más que para criticar las prácticas y tratamientos en cuestión. Nuestro cuerpo y nuestra imagen se pueden rehacer de muchas formas, que van desde las intervenciones estéticas hasta la gestación subrogada o la reasignación de género. Pero lo que prevalece en todos los casos es el poder y el prestigio que nos prometen quienes nos empujan a elegir estos cambios “vitales”, que son quienes en realidad lo perciben. O a veces ni siquiera, porque cabe recordar que gran parte de las personas que trabajan en la industria de la belleza suelen ser mujeres (cis o trans), generalmente precarizadas, que ofrecen sus servicios en un local o departamento privado sin demasiados recursos o acondicionamiento.

Dicho todo esto, puedo decir que conozco a muchas personas que seguirían eligiendo el tratamiento del microblading: es increíble para las que tienen cejas despobladas o para las que quieren unas cejas más marcadas. Para mí, sin embargo, caer en el microblading fue como caer en el típico: «¿Debería hacerme flequillo?». Lo hice, me vi encantada por un tiempo, pero luego deseé que mis cejas volvieran a la normalidad (y por normal, me refiero a esas cejas naturalmente definidas que habitaron mi rostro antes del microblading). Aunque sabemos que esta nota no sólo se trataba de eso.

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