Yo también tuve miedo

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Por Rocío Vaca
Ilustraciones por Brenda Agustina Fernandez

Sobre los miedos que compartimos en silencio y el consuelo que sentimos cuando nos animamos a hablar.

Desde chicas fuimos criadas con miedo y durante nuestra infancia o adolescencia, no supimos entenderlo. Nos molestaba que mamá nos prohibiera dormir en casa de amigas que no quizás no conocía tan bien , o también que hiciera mil preguntas cuando pedíamos los primeros permisos para salir a bailar. ¿A dónde vas? ¿Con quién? ¿A qué hora volvés? Qué pesada, pensábamos… Pero con el paso de los años, fuimos entendiéndola.

Me acuerdo perfectamente de la primera vez que salimos a bailar con mis amigas y de todas las advertencias y cuidados que nuestras mamás nos dijeron que debíamos tener. “Fíjense que abran las bebidas delante de ustedes”, “No tomen de vasos de desconocidos”, “Quédense siempre las tres juntas”. Así como éstas, un millón de cosas. Al principio nos quejábamos, nos parecía exagerado todo lo que nos decían. ¿Tantos cuidados teníamos que tener? Si solo queríamos salir a divertirnos…

A medida que fuimos creciendo, también fuimos entendiendo que detrás de todas esas advertencias, había miedo. Miedo de que nos pase algo. Éramos más chicas y no tomábamos dimensión de lo que pasaba a nuestro alrededor, no prestábamos atención a los medios, no estábamos al tanto de las situaciones que pasaban, o las sentíamos lejanas. Pero realmente pasaban muchas cosas a nuestro alrededor, y la verdad es que el peligro siempre estuvo en todas partes. Y hasta el día de hoy lo seguimos enfrentando.

Con los años lo naturalizamos un poco, aprendimos a vivir con ese miedo. Nos acostumbramos a cuidarnos. Nos enseñaron todos los recaudos que aún hoy seguimos tomando cada vez que salimos de casa. Como llevar en la mochila algún objeto estratégico que nos permita defendernos. O compartir nuestra ubicación con alguien de confianza. O anotar los números de las patentes. Así vivimos nuestro día a día. Atentas. Con miedo.

Hace no mucho tiempo se dio a conocer la noticia de un femicidio que ocurrió cerca de mi casa. Mis amigas y yo lo sentimos muy cercano. Nos inundó el miedo. Los días que siguieron después de que se dio a conocer la noticia, fueron clave en mi grupo de amigas. Nos pedíamos la una a la otra que por favor no estemos mucho tiempo solas por la calle, que, si una necesitaba hacer algo, otra de nosotras tenía que acompañarla. Si bien el mensaje donde avisábamos “llegué bien” lo enviábamos siempre -porque fue algo que también aprendimos de chicas- ahora lo pedíamos con insistencia. Nunca antes lo habíamos expresado entre nosotras, pero teníamos miedo.

No fue la primera vez que yo tuve esa sensación, sin embargo, fue la primera vez que con mis amigas pudimos hablar abiertamente de ese miedo. Las cosas que pasan y pasaron a nuestro alrededor, nos fueron obligando a estar alertas. Porque la realidad es que en nuestro país, una mujer muere en manos de un varón cada 35 horas, y la mayoría de nuestras amigas, tiene alguna situación de violencia para contar.

Cuando éramos más chicas muchas de nosotras vivimos abusos que recién con el correr de los años, pudimos reconocer como tales. Un día, volviendo de la universidad, me dispuse a esperar el transporte público y se me acercó un auto, con un hombre que insistía para que me suba. Estaba sola, se me aceleró el corazón, me sudaban las manos y se me cruzaron mil pensamientos por la cabeza. Me paralicé. Inmediatamente me acordé de una situación similar que viví cerca de los 10 años. Estaba por cruzar la calle cuando el semáforo se puso en rojo y, mientras los autos pasaban, un auto frenó justo delante de mí y un hombre comenzó a decirme un montón de cosas. En ese momento sólo atiné a irme rápido. Viví varias situaciones así, algunas de ellas tan fuertes y traumáticas que todavía me cuesta trabajo contarlas. Así mismo, una aprende a cuidarse sola producto del miedo, y de la cantidad de cosas que nos dicen, sumadas también a las que nos exponemos.

Durante años pensé que no era necesario hablar, porque de alguna manera era algo a lo que me iba a terminar enfrentando. Una se guarda las cosas y con el tiempo, terminan pesando. Y nunca sabemos cuán grande se puede hacer el miedo, en qué parte de nosotras repercute, qué de todo eso que somos, termina siendo afectado. Te puede paralizar, angustiar, puede hacer mucho daño, pero también puede ser aquello que te dé un empujón para saber qué decir. Solía pensar que algunos temas específicos, no tenían solución, o al menos no podía darles una respuesta clara y terminaba guardándomelos. ¿Para qué hablar sobre eso? Pero el tiempo es sabio, y mientras pasa, termina haciendo decantar millares de cosas, como por ejemplo que a veces sólo necesitamos compartir lo que nos pasa y saber que hay alguien más que nos entiende, que pasa por los mismos miedos que nosotras y que podemos acompañarnos mutuamente en el proceso.

Creo que hay un momento clave en nuestras vidas donde nos damos cuenta que eso que nos genera inseguridad, nos asusta o nos paraliza, también lo sintieron nuestras madres. Que todas nosotras fuimos criadas con miedo. Ellas también vivieron situaciones donde sintieron temor y decidieron no contarlo, o no pudieron. Cuando pusimos en palabras todos esos miedos, yo sentí una especie de alivio. Entre amigas empezamos a hablar de cosas que callamos durante mucho tiempo y eso también nos terminó uniendo aún más. Entre todas generamos un espacio seguro donde la compañía, el abrazo y el entendimiento nos dio la certeza de que nos íbamos a estar cuidando siempre entre nosotras. Nos dio seguridad.

Cuando hablar se vuelve una necesidad es cuando más asusta lo que tenemos para decir. Guardamos miedos, situaciones, traumas, complejos, los reprimimos todo lo que podemos. Intentamos dejar atrás las cosas que nos suceden o sucedieron, o también le quitamos importancia a lo que sentimos, como si eso no tuviera consecuencias. Pero llega un momento en donde el miedo te desborda y necesitás soltarlo. Ponerles voz a esos miedos suele ser bastante fuerte y desafiante. Para mí no fue fácil. Enfrentarse a algunos temores lleva un tipo de tiempo que no se mide en horas, se mide con alguna parte del cuerpo. Como dije antes, hay algunas situaciones e inseguridades de mi vida que todavía me cuesta trabajo contar, pero la mochila se hace más liviana cada vez que me animo a hablarlas. Incluso cada vez que una de mis amigas se atreve a contar algo que vivió, que estuvo guardando por años y que a mí también me pasó, me da fuerzas para contar mi experiencia y, de alguna manera, sanar juntas.

Asusta decir por primera vez aquello que nunca habíamos podido expresar en voz alta, pero es de mucha ayuda encontrar un lugar donde se nos permita abrirnos. Escuchar otras historias que nos den fuerzas y que nos hagan sentir acompañadas. Empatizar con otres y saber que eso que estuvimos callando por mucho tiempo, lo podemos compartir con otras personas. Yo encontré ese espacio en mis amigas.

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